martes, 21 de junio de 2011

La canalla que mece la cuna

La canalla que mece la cuna

Obsérvese que el modelo de las democracias liberales está ya más amortizado que el vestido de comunión de Marujita Díaz. Las democracias liberales son parte del problema y no cauce para ninguna solución. Nunca salió de la masa propuesta atractiva ni razonamiento ponderado. Bastaría con saber lo que ocurre en un estadio de fútbol cada vez que una imagen televisiva valida la decisión de un árbitro y no la obstinación de la masa en sostener lo contrario.
Obsérvese también que en España los parlamentarios son tradicionalmente hombres de letras, la mayoría de ellos abogados. Lo cual es un grave inconveniente tanto para elaborar una política económica, científica y tecnológica, como a la hora de estudiar otros asuntos que escaparían a las facultades intelectuales de la mayor parte de ellos. ¿Acaso una sociedad anónima pondría los intereses de sus accionistas en las manos de un zascandil de tres al cuarto con querencia al enriquecimiento fácil? Las democracias liberales, empero, han convencido a muchos de la infalibilidad del voto popular; de que el criterio del porquero vale tanto como el de Agamenón. Así no es de extrañar que el país esté como está, patas arriba y en bancarrota económica y moral. Sólo en las democracias liberales la decisión de los más se impone a la de los más cualificados. Y así les luce el casposo pelo.
Lo mismo ocurre en los ayuntamientos. Si se observa la relación de alcaldes y concejales en todos estos años, en su mayoría no han tenido oficios ni beneficios, ni habían gestionado otra cosa que sus propias casas…probablemente mal. El problema de la política en España (y supongo que en el resto de Europa) es que los partidos se han convertido en el refugio de los más incapaces y logreros. Conozco a uno que pasó de regentar un kiosco de pipas a llevar el urbanismo de un pueblo puntero de la Costa del Sol. El resultado fue calamitoso. Sea o no prudente mencionarlo, el drama de la partitocracia es que funciona en base a unos criterios aritméticos que arruinarían a cualquier empresa que quisiera valerse de ellos.
Los resultados de esa regla aritmética dañan a la vista: ayuntamientos en bancarrota, sin liquidez, henchidos de casos de corrupción. No sé de qué se extraña ahora el PP de que las instituciones heredadas se hallen económicamente tan exánimes. Salvo las bodas de Caná no me inclino a creer en los milagros…y menos en política. De los consejeros que gestionaron, es un decir, la región de Castilla-La Mancha, sólo uno contaba con algún mérito curricular en eso de la gestión empresarial. En Andalucía y Extremadura ni siquiera eso. Lo sorprendente es que la quiebra de este modelo político no nos llegara mucho antes.
Mientras la cantidad se sobreponga al valor de la calidad y los partidos tradicionales nos impongan sus dogmáticas reglas, tenemos plaza asegurada en la primera división de la corrupción, la mediocridad y la ineficiencia en la gestión pública, sea cual sea el redactado de nuestra Constitución.
Hacen mal los ‘indignados’ en lanzar un órdago a los representantes públicos y no al sistema mismo del que emerge tanta podredumbre humana. Por eso el poder los ningunea y la opinión pública ha dejado de tomarlos en serio. La supervivencia del sistema depende de hacernos creer que se trata de la mejor opción posible, que lo que falla son los malos actores y no la peor calidad de un guión concebido para enajenar conciencias, anatemizar todo espíritu crítico que disienta de los dictados oficiales y abocarnos a una existencia tan plana como para convertir a las belenes y los paquirrines en referencias culturales. No entiendo que se pueda estar contra la casta y no contra la institucionalidad que la produce en serie cada cuatro años.
No, no me gusta este sistema ni me aferro al cinismo de considerarlo el menos malo, que es la mejor forma de que nada cambie para que todo siga yendo a peor. Sólo hay que ver de qué forma la casta financiera, los clubes de Bielderberg que en el mundo son, se aferran a las fórmulas democráticas liberales como la mejor garantía para sus intereses y crecientes ganancias. Las democracias liberales sobreviven a costa de hacernos creer que nos sentamos a jugar una partida de naipes con la casta, de igual a igual y sin las cartas marcadas de antemano. A la masa de votantes le encanta sentirse protagonista del juego, aunque se vaya luego con los bolsillos tan vacíos que cuando entró. Lo importante es participar, sentencian los trágalas con clamor de jeremías. Les falta decir que el carné de buen participante, como el de buen demócrata, se expide sólo para aquellos que acaten sin rechistar las normas fabricadas en el Parlamento por los jefes de cada grupo. El manual del buen demócrata consiste no más, aquí y en México, en obedecer sin preguntar, en consumir sin pensar y en votar sin saber por qué ni para qué.
Sé que esta opinión no tiene más valor que el que yo mismo le doy, pero a mí me basta.

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