A la vista de los casos de corrupción política que se suceden en las sociedades democráticas, cabe dudar de la capacidad del sistema para erradicar esa lacra. Pero sería cínico resignarse a su presencia como un elemento inevitable e incluso estructural de las organizaciones, sin intentar al menos minimizar su alcance fortaleciendo los filtros y los dispositivos de autodefensa. Es necesario asimismo comprender la mecánica de la corrupción más allá del simplismo que supone vincularla exclusivamente con la patrimonialización y el mal uso de un poder recibido en préstamo y no en propiedad, con la perversión de una «casta política» envilecida o con la deriva fatal de todo gobierno hacia la cleptocracia.
Poca gente se corrompe por sí sola, sin el concurso de un agente corruptor. Para que se lleguen a dar sobornos, comisiones ilegales o cohechos hace falta que alguien situado afuera ofrezca la mano tentadora al de adentro. Un promotor que quiere recalificar unos terrenos; una empresa necesitada de adjudicaciones de suministros o de encargos de obras; un inversor en busca de información privilegiada: son individuos y entidades particulares que forman parte de la sociedad. No es que los políticos sean una patulea de bribones caídos del cielo sobre un paraíso no contaminado antes de su llegada.
Al contrario, la gran mayoría de los políticos posee un sentido de la responsabilidad muy superior al promedio de los ciudadanos, aunque solo sea porque su oficio le enfrenta a situaciones que obligan a recordarlo de continuo. La corrupción consiste, en cierto modo, en la irrupción espuria de los intereses privados en lo público, en la profanación del espacio sagrado de la política por parte de unos agentes corruptores cuando estos tiene la suerte de dar con un político de pocos escrúpulos dispuesto a actuar indignamente, es decir, a ser corrompido.
Importa tenerlo en cuenta para entender uno de los fenómenos más inexplicables que rodean a determinados casos de corrupción. ¿Cómo es posible, nos preguntamos, que los ciudadanos consientan, apoyen e incluso premien con su voto a políticos corruptos, acusados o encausados en procesos relacionados con distintos niveles de corrupción? Desde la prolongada popularidad de Berlusconi en Italia hasta la arrolladora victoria electoral de listas marcadas con el sello Gürtel, no faltan ejemplos de asombrosa y paradójica tolerancia a la corrupción por parte de una sociedad a la que se supone extremadamente sensible ante los desmanes de sus gobernantes. Aunque de cara a la galería todos clamemos contra las fechorías -reales o supuestas, y a menudo sobredimensionadas- del político, a la hora de la verdad nos mostramos comprensivos en grado sumo con él.
Es una indulgencia interesada. El tolerante a la corrupción disculpa y perdona porque en última instancia espera que el malhechor le dispense alguno de los favores de los que se ha beneficiado. «Es un sinvergüenza, pero hace bien; si yo estuviera en su lugar, haría lo mismo», oímos decir con desparpajo a personas que consideran la política y sus prerrogativas una rueda de fortuna donde no importa tanto la disposición justa de servicios como la posibilidad de resultar agraciado el día menos pensado. Así funcionan las redes del clientelismo, mediante la promesa o la concesión de favores que comprometan la voluntad de los favorecidos aunque sólo hayan obtenido unas migajas en el reparto arbitrario de ganancias. Se trata de una visión predemocrática de la sociedad, de la negación de esa modernidad entre cuyos rasgos destaca Alain Touraine la «impersonalidad» de unas leyes que protege contra el nepotismo, el clientelismo y la corrupción. Cualquier lector de la novela picaresca reconocería en la conducta de los pícaros esa misma actitud de personalización de las expectativas, en un medio donde la capacidad individual de obtener beneficios prima sobre la voluntad de luchar contra la injusticia.
A ello se añade otra razón no menos poderosa: la corrupción del poderoso corrupto legitima la muchedumbre de pequeñas corruptelas que jalonan la vida cotidiana. Las facturas sin IVA, las trampas en las solicitudes de becas y los contratos sin Seguridad Social quedan en simpáticas travesuras si se las compara con la 'mordida' del grande. El tendero que vende género caducado y el funcionario que prolonga su rato de almuerzo más de lo debido encuentran en el político venal no solo un toldo protector que les dispensa de cualquier cargo de conciencia, sino un blanco al que dirigir su ira sumándose al coro de los indignados. «Y tú más», es el gran argumento. Total, que entre unas cosas y otras habrá que estar agradecidos a los políticos corruptos porque ejercen una alta función social, la de dar cobertura a nuestras miserias.
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