Sobre la crisis, los bancos, el gobierno y todo eso…, por Juan de Mercado
[Esta es la primera entrada de nuestro nuevo colaborador, presentado ayer a nuestros lectores, Juan de Mercado.]
“¡Nihilismo, cinismo, sarcasmo, orgasmo!”, le atribuye con un tono de reproche una de sus tres ex mujeres a Harry Block, el escritor interpretado por Woody Allen en Deconstructing Harry. “Con ese eslogan”, replica ingeniosamente el aludido, “yo podría ganar las elecciones en Francia”.
Aunque puede que para ganar elecciones se necesite algo más, incluso en Francia, en bastantes ocasiones los tres primeros principios de Harry Block sí ayudan a entender y a explicar mejor las cosas (el cuarto también ayuda, pero es más oportuno dejarlo a la iniciativa personal de cada uno). Lo que sigue es una breve deconstrucción, algo nihilista, cínica, y sarcástica, de algunas interpretaciones de las causas y las consecuencias de la crisis y de las actuaciones de política económica que los gobiernos y bancos centrales han llevado a cabo, o no, en respuesta a la misma. O, en otras palabras y cometiendo un pecado venial de pretenciosidad, sería algo así como “la crisis contada al estilo de Woody Allen”.
El origen de la crisis
En el decenio anterior a la crisis la economía mundial experimentó, si bien con algunos sobresaltos, una etapa de elevado crecimiento, baja inflación, expansión del comercio internacional, y avances en países emergentes, que formó parte de un periodo tan excepcional que se conoce como The Great Moderation. No obstante, había algunas tendencias preocupantes: i) un elevado crecimiento de los precios de los activos inmobiliarios en muchos países, ii) los desequilibrios globales que se manifestaban en los elevados y crecientes déficit de la balanza por cuenta corriente (especialmente, pero no solo, en Estados Unidos), iii) una fuerte expansión del crédito y del apalancamiento financiero y iv) la proliferación de expectativas excesivamente optimistas, incluso en países, como España, con un raquítico crecimiento de la productividad.
A la expansión del crédito contribuyeron la laxitud de las entidades financieras a la hora de conceder préstamos, una regulación y supervisión financiera poco solvente basada en una evaluación de riesgos muy poco fiable y la relajación monetaria de los bancos centrales que mantuvieron unos tipos de interés excesivamente bajos durante mucho tiempo provocando un exceso de liquidez. En este contexto, familias y empresas se endeudaron por encima de sus posibilidades sobre la base de las expectativas excesivamente optimistas. Algunos gobiernos también se dejaron llevar por el optimismo, no quisieron reconocer el carácter excepcional e insostenible de aquella situación y se olvidaron de identificar y de resolver las debilidades estructurales, que, como en el caso de la economía española, eran bastante evidentes.
En otras palabras, aquello era como una fiesta desmadrada, que organizan unos, otros abren la puerta para que entre todo el mundo, otros traen más bebidas y drogas de nuevo diseño, los que pueden avisar a la policía no ponen demasiado entusiasmo y, además, la policía parece despistada y dedicada a otros menesteres. (En esas situaciones, aunque aparezca algún “cenizo” que advierta de que la resaca puede ser monumental, sus advertencias no suelen ser tenidas en cuenta).
Con esta interpretación, en el origen de la crisis hay muchas responsabilidades compartidas y es difícil señalar a un culpable o atribuir sus causas exclusivamente a “una conspiración del poder financiero internacional apoyada por gobiernos corruptos y justificada por economistas vendidos al capital”. Si hubo una expansión desmedida del crédito, tuvieron que concurrir tanto factores de demanda como de oferta. Al fin y al cabo, hacen falta dos para bailar el tango.
Las tres fases de la crisis
La crisis se está desarrollando en tres fases. La primera se extiende desde julio de 2007 a septiembre de 2008, cuando se produce el estallido de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y la quiebra de las hipotecas subprime, lo que acabó afectando a las entidades financieras más involucradas en el negocio de “originar para distribuir”, es decir, constituir hipotecas para venderlas. Los bancos españoles, menos expuestos a los activos “tóxicos” estadounidenses, no sufrieron entonces pérdidas considerables, pero vieron cerrada la principal fuente de financiación con la que sostenían la expansión del crédito en España, el trasvase de ahorro de otros países europeos hacia nuestro país.
La segunda fase comienza el 15 de septiembre de 2008. La quiebra de Lehman Brothers provocó un pánico financiero en los mercados mayoristas de financiación y le dio un carácter sistémico a la crisis, provocando una caída del comercio internacional y de la actividad industrial mundial sin precedentes, que hizo que incluso países en los que no se produjo la “fiesta crediticia” sufrieran una intensa recesión. En los países “festivos”, además, el aumento del coste de la financiación y la disminución del consumo y de la inversión provocada por la caída de la riqueza, tras la disminución de los precios de la vivienda y de los activos financieros, intensificó el desplome de la demanda interna. Es entonces cuando, para evitar el colapso de la economía mundial, gobiernos y bancos centrales recurrieron, respectivamente, a políticas fiscales expansivas y a la ampliación, cuantitativa y cualitativa, de medidas extraordinarias de provisión de liquidez que se habían introducido en la primera fase de la crisis.
Estas medidas fueron, en principio, eficaces y a mediados de 2009 comenzó una recuperación económica, al tiempo que la situación en los mercados financieros tendía hacia la normalización. Pero algunos gobiernos siguieron sin reconocer que, aunque la recesión se manifestó con un desplome de la demanda, la crisis tenía su origen en causas estructurales y que añadir deuda pública a la privada no era la solución definitiva. Pensar que más gasto público, más impuestos o más deuda son las bases de la salida a la crisis es un auténtico disparate (sobre todo si el aumento del gasto se destina a actuaciones tan “eficaces” como algunas de las comprendidas en el Plan E). Resulta tan disparatado como sería que un padre de familia que no puede hacer frente a sus facturas y que tampoco puede seguir endeudándose, recurriera a la comunidad de vecinos para que le subiera la cuota o se endeudara por él. Por otra parte, argumentar que la crisis se debía a una restricción del crédito y que solucionada ésta se producirá la recuperación económica es como decir que la culpa de las resacas post-borracheras la tiene el tabernero por haber cerrado la barra libre.
También fue un disparate que algunos gobiernos, como el irlandés, pensaran que podían hacer frente a todas las pérdidas de su sistema bancario y las garantizaran totalmente. Desde el inicio de la crisis en algunos países se han llevado a cabo programas de rescate de entidades financieras. En España, el apoyo a los bancos privados se ha limitado a los avales y a las compras de títulos del Fondo de Adquisición de Activos Financieros, sin ningún coste para el contribuyente. Por el contrario, son algunas de las cajas de ahorros, en cuyos consejos de administración se sientan políticos y representantes de las fuerzas sociales, las que tienen graves dificultades y han precisado de ayudas públicas de las diversas versiones del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB I, II, III…). Aún así, hay quién sigue acusando a los bancos privados españoles de beneficiarse con la crisis y proponiendo una banca pública para solucionar el problema de la restricción de crédito. O sea, apaguemos el fuego dándole otra caja de cerillas y más bidones de gasolina al pirómano.
La tercera fase de la crisis se inicia en abril de 2010. El detonante fue el reconocimiento de que la situación de las finanzas públicas en Grecia era mucho más precaria de lo que se tenía constancia oficialmente. Las mechas de transmisión fueron la elevada interconexión financiera entre los países de la zona del euro y los problemas de gobernanza de la Unión Monetaria Europea. Así, lo que en principio era una grave imprudencia fiscal de un país periférico, se acabó convirtiendo en una crisis de deuda soberana en la zona del euro. Junto con Grecia, Irlanda, que alcanzó un déficit público superior al 30% del PIB en 2010 como resultado de la decisión de su gobierno de garantizar todas las pérdidas bancarias, y Portugal, que no había disfrutado de crecimiento económico durante mucho tiempo y también había acumulado necesidades de financiación elevadas, tuvieron que recurrir a la ayuda financiera internacional.
A día de hoy, siguen sin resolverse los problemas de gobernanza de la UEM y existe un riesgo considerable de contagio a más países con elevadas necesidades de financiación. En esta situación es difícil que los gobiernos de los países más afectados puedan obtener recursos financieros para mantener políticas fiscales expansivas. Un chiste bien conocido sobre economistas cuenta que uno de ellos, perdido en el desierto con solo una lata de sardinas para alimentarse, pero sin nada para poder abrirla, resuelve “supongamos que tenemos un abrelatas”. Algunos proponen hacer frente a la crisis de deuda soberana con un “supongamos que nos van a seguir prestando”.
Las no-respuestas de política económica
La crisis está cerca ya de cumplir cuatro años. En lo fundamental, los problemas que la causaron siguen sin resolverse. Para hacer frente a los retos planteados, las instituciones internacionales económicas y financieras han comenzado una intensa labor interventora, creando nuevos comités, grupos de trabajo, organismos, etc. (Hasta la UEFA se ha apuntado al intervencionismo y últimamente participa activamente en la resolución de la supremacía entre clubs europeos de fútbol). Sin embargo, no se ha avanzado de forma decisiva en la eliminación de las deficiencias de regulación y supervisión financiera. Los nuevos organismos creados para ello (por ejemplo, el European Systemic Risk Board) no tienen un marco operativo preciso. Dedicados a un objetivo tan difuso como la regulación macroprudencial, no está claro si tienen muchos instrumentos pero no objetivos definidos, o si para los objetivos que pretenden alcanzar no disponen de los instrumentos adecuados. Por lo demás, los mayores requisitos de capital impuestos a las entidades financieras y las nuevas normas de Basilea III, diseñadas para eliminar riesgos futuros, aumentarán el coste de la financiación bancaria. Como dicen en México, “soplar y sorber, no puede junto ser”.
En cuanto a la resolución de la crisis de deuda soberana en la zona del euro, la estrategia que se está siguiendo recuerda a la de un entrenador de la selección nacional española durante su etapa lúgubre: el “patadón y balones arriba” de Javier Clemente. Se trata de ayudar a países intervenidos a devolver una deuda que con casi toda certeza no podrán devolver, con el objetivo de comprar algo de tiempo para que, mientras tanto, los demás países sospechosos ajusten sus cuentas públicas, recuperen algo de crecimiento y no resulten totalmente contagiados. El problema es que los actuales gobernantes de alguno de estos países, y los que parece probable que lo sean en el futuro, no demuestran haber entendido cuál es su papel para que esta película no tenga un final aterrador.
En nuestro país, incluso a estas alturas, no se ha reconocido completamente la necesidad de avanzar más rápidamente en la reestructuración del sistema financiero, de realizar un ajuste fiscal más profundo, con un nuevo diseño del marco operativo de la política fiscal que garantice la sostenibilidad a las cuentas públicas, y de introducir reformas estructurales que aumenten la productividad y, por tanto, contribuyan a la recuperación de la competitividad y del crecimiento económico.
La actuación gubernamental en relación con las reformas estructurales es especialmente frustrante. El gobierno solo cambió de opinión sobre su conveniencia ante la presión internacional y sin ningún convencimiento. Las reformas laborales, la de la contratación y la de la negociación colectiva, siendo especialmente importantes, han sido encomendadas, inicialmente, a un Ministro de Trabajo que fue nombrado para gestionar la inmigración, y, ahora, a otro que, teniendo una reconocida sensibilidad sindical, piensa que lo fundamental es que las reformas, antes que eficaces, deben ser “equilibradas”. (Finalmente, de tanto mantener el equilibrio, la caída puede ser mortal). El resultado ha sido una no-reforma de la contratación laboral, un nuevo intento fracasado de reforma de la negociación colectiva, y una reforma de las pensiones diseñada para tener plenos efectos en 2027 (dada la actual situación financiera de la Seguridad Social y el previsible escenario demográfico y socioeconómico que se nos viene encima, no parece probable que los términos de esta reforma gradual puedan aguantar hasta entonces). En definitiva, los responsables de las reformas han seguido la estrategia del bikini: se muestra algo que parece atractivo, pero se mantiene tapado lo fundamental.
Cuentan que a un tenor que no había estado especialmente brillante en una actuación operística, el público le pedía un bis tras otro. Alguien, extrañado, preguntó que, si estaba cantando bastante mal, por qué le pedían que continuara. Y le contestaron: “Pues precisamente por eso, que siga cantando hasta que aprenda”. En el debate sobre la crisis, algunos seguirán repitiendo que el origen de la crisis es exclusivamente financiero, que basta con resolver la restricción crediticia para salir de ella, que, mientras tanto, los gobiernos deben apostar a una recuperación basada en los impulsos fiscales, y que las reformas laborales solo son inventos que perjudican a la clase trabajadora. Hasta que aprendan.
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